Hay un malestar profundo que atraviesa nuestra comunidad, y no es sólo un problema de rutas en mal estado o cloacas y gas que no llega. Es algo más hondo, más doloroso y persistente. Es la sensación de abandono, de desconexión y de invisibilidad. Como malargüina y como representante electa, me cuesta cada día más encontrar explicaciones razonables a esta postergación crónica a la que nos somete la provincia, la Nación, e incluso nosotros mismos como Departamento.
Malargüe produce el 65% del crudo y el 90% del gas que consume Mendoza. Y sin embargo, miles de familias en nuestros barrios aún cocinan con leña o garrafas. Somos el corazón energético de la provincia, pero seguimos sin las arterias viales mínimas para el desarrollo. No tenemos rutas que integren ni conecten; apenas caminos intransitables que aíslan y desesperan. El contraste entre lo que damos y lo que recibimos es abrumador.
Es hora de decirlo con todas las letras: el modelo que se ha implementado en Malargüe ha sido claramente extractivista y dependentista. Se nos ha extraído todo y se nos ha devuelto muy poco. Dependemos hasta del código de área de San Rafael, con quien compartimos más que una línea telefónica: padecemos una historia de centralismo que nos ha dejado a la cola de todo. No es menor, no es simbólico: es estructural.
A esto se suma una desconexión interna dolorosa. Los parajes y distritos de nuestro Departamento están aislados no solo del centro, sino también entre sí. Familias enteras no pueden visitarse porque los caminos están destruidos, intransitables, olvidados. Este aislamiento no solo es geográfico: es emocional. Se ha naturalizado tanto que vivimos una inercia social peligrosa, una sensación colectiva de que “así es Malargüe”, como si no tuviéramos derecho a algo mejor. Ya no estamos cerca de aquel “malargüinazo” o los “tractorazos” que en décadas pasadas defendían nuestra dignidad. Hoy se impone el cansancio y la resignación, con alguna expresión de malestar en redes sociales.
La displicencia dirigencial no deja de mostrarse. En el presupuesto provincial aprobado en la Legislatura, Malargüe casi no figura. No hay obras viales, no hay conectividad, no hay plan. Ni siquiera una mención simbólica, aún cuando los fondos del frustrado proyecto Portezuelo del Viento —prometido sistemáticamente por cada campaña provincial— se redireccionaron sin que se nos devolviera ni una promesa. Se reubicaron más de 1.023 millones de dólares sin anunciar una sola obra para nosotros. ¿Dónde quedó la voz de nuestros representantes? ¿Dónde está el respeto por el origen de esos recursos? O quizás intentarán convencernos a través de un magro comunicado partidario -que no firma nadie- y que intenta explicar que sí estamos en agenda, pero no ahora… Que sí hay intenciones, pero la culpa es del intendente no las ha pedido.
A nivel local, la reacción ha sido tibia, a mi parecer. El intendente eligió expresar su malestar a través de una carta dirigida al Ministro de infraestructura. Como si los reclamos por justicia territorial pudieran resolverse con intercambios epistolares. Se requiere firmeza política, gestión articulada y un liderazgo que represente con decisión el hartazgo de nuestro pueblo. Eso también es a mi parecer.
La falta de conectividad no es solo una traba para la economía o el turismo. Es también una marca psicológica profunda. Estudios en psicología ambiental y geografía humana han demostrado que la topografía de un territorio, su nivel de conectividad y accesibilidad, influyen directamente en la percepción del bienestar, la autoestima colectiva y el sentido de futuro (Evans, 2003; Kyttä, 2002). La escasa infraestructura genera sensación de encierro, desesperanza y vulnerabilidad. No es casualidad que el desarraigo sea tan fuerte: Malargüe tiene hoy menos población que la proyectada en 2010, y la población rural ha decrecido sucesivamente en los últimos dos censos.
Tampoco es casual que estemos entre los departamentos con mayor tasa de depresión, consumo problemático, ideación, intención y conducta suicida de la provincia. También duplicamos la media provincial en discapacidad, un dato que debería ser suficiente para repensar con urgencia cómo y para quién se diseñan las políticas públicas.
La discusión sobre la minería y la responsabilidad social empresaria no puede seguir siendo abstracta o de proyección futura. No es que la minería va a traer el desarrollo. Es el desarrollo y la infraestructura lo que permitirá, eventualmente, una minería con estándares adecuados, sostenibles y socialmente aceptables. Sin rutas, sin conectividad, sin servicios, sin condiciones dignas de vida, cualquier proyecto minero es solo una promesa vacía.
No tenemos margen para esperar. El tiempo es ahora. La postergación ha sido tan larga que ya ha dañado nuestra psiquis y nuestro tejido social. Pero aún estamos a tiempo de reparar. Y para eso, lo primero es decirlo, visibilizarlo, dejar de naturalizarlo. Malargüe no necesita que le den algo extra. Solo necesita lo que le corresponde.
Por Silvina Camiolo, Psicóloga y Concejala de Malargüe